Cuando el niño no trata bien a su mascota

Enseñar a los niños a cuidar bien de su mascota

Patricia Fernández, Periodista
En este artículo
  1. Enseñar al niño a tratar bien a su mascota

Antes de mi periplo como madre, he sido dueña de mascotas. Me encantan los perros, los gatos y cualquier cosa que se deje acariciar y no me arree un mordisco a la primera de cambio (como me pasó cuando decidí tener una iguana).

El caso es que, cuando el destino me obsequió con unas mellizas, entré en pánico ya que en una casa pequeña tanto “animalito” suelto no cabía, especialmente cuando nuestra perra abarcaba todo el sofá y se había adueñado por completo de nuestra cama. Por suerte, aunque con mucha pena, mi madre adoptó a mi perra, y la gata, que ya tenía 13 años, se quedó en casa. Y aquí es donde comienza la historia, mis mellizas no trataban demasiado bien a la mascota y así es cómo logré cambiar esta situación.

Enseñar al niño a tratar bien a su mascota

Enseñar al niño a tratar bien a su mascota

La gata, que era más dócil que un peluche, acogió a las niñas según entraron por la puerta, y dormía a su lado en la cuna, con mi consiguiente preocupación por si decidía tumbarse encima como si fuesen sus cachorros. La gata siempre las respetó, nunca las bufó ni sacó las uñas, y cuando mis pequeñas fueron creciendo decidieron que ese juguete blandito que estaba siempre a su lado era perfecto para hacerle toda clase de perrerías. Así que fue a la gata a la que tuvimos que proteger de esas pequeñas traviesas que, en cuanto me despistaba, la agarraban de la cola, las orejas, e incluso la mordían con sus cuatro dientes.

La gata me miraba con cara de pena, y su espíritu puro y bueno hasta el extremo hizo que se convirtiese en el juguete preferido de las niñas: la vistieron con toda clase de vestiditos para muñecas, la sentaban en la sillita de los bebés y la paseaban por la casa, la montaban los muñecos encima del lomo como si fuese un caballo, ¡la pintaron hasta los labios!

Llegó un momento en el que la gata estuvo a punto de coger sus cacharros e irse de casa a hacer meditación al Tibet, así que tuve que intervenir y someter a mis hijas a un lavado de cerebro profundo de empatía. Las regañaba, las castigaba y las daba unas charlas interminables cuando trataban mal a la gata, (aunque para ellas no era tratarla mal, sino bien, porque decían que la estaban cuidando) y yo pensaba que todo era en balde.

Un día vino una amiguita a casa, y cuando vio lo que le hacían a su gato, la amiga decició hacer lo mismo, fue cuando mis hijas se dieron cuenta de la tortura a la que su amiga estaba sometiendo a “SU” mascota, y salieron en su defensa alegando las mismas razones que día tras día yo les repetía a ellas, y que pensaba que no surtían efecto.

Al irse la amiga, alabé lo bien que lo habían hecho, y les dije algo de lo que siempre se acuerdan: “La gata es vuestra mascota, es un animal débil al que hay que proteger, os quiere, confía en vosotras, os pide ayuda si necesita algo, si vosotras le tratáis mal, ella se pondrá triste y no entenderá porqué no la queréis; la habréis decepcionado”.

Fue mano de santo, desde entonces las dos han asumido el rol de cuidadoras y no han vuelto a utilizarla como juguete. El día que murió, con casi 20 años, hubo muchos llantos, pero os puedo asegurar con creces que mereció la pena todas las alegrías que nos hizo vivir nuestra gata, y las enseñanzas que con su paciencia infinita les inculcó para siempre.

La nueva gata, sin duda, se lo agradecerá más que nadie.

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